martes, 6 de octubre de 2009


Cuando por fin llegó, dejó de correr, se detuvo un instante al verla, la miró desde lo lejos. Ella se encontraba sentada en aquella vieja banca del parque, delante de la fuente, seria y pensativa. Su rostro estaba cubierto por la fúnebre y gris sombra de la decepción, su cabello no estaba impecable como siempre; estaba desordenado. Su mirada estaba fija, aparentemente encajada metros debajo del suelo, inmóvil, profunda e indescifrable.
Siguió caminando, su corazón se aceleraba, lentamente trazó los primeros pasos sobre la línea recta que dibujaría con su andar para atravesar el parque hasta ella.
Caminaba lentamente, ella aún ignoraba su llegada, el caer del agua de la fuente y la campana del carrito de los helados eran los únicos sonidos audibles, el cielo nublado, el aire soplando frío, frío como nunca antes.
Al fin se acercó a ella, se miraron fijamente.
Él de pie, ella sentada.
Sus labios estaban sellados, el sonido de la fuente aún imperaba entre los dos.
Sus ojos hablaron largo rato, dijeron cientos de cosas que sólo los ojos del otro fueron capaces de entender.
Ella lloraba, limpiaba las lágrimas de sus mejillas y labios con las palmas de las manos y su boca se llenó de un amargo sabor salado.
Él lloraba también. Su llanto era más amargo; él lloraba por dentro.
Ella se limpió parcialmente los mocos que de la nariz le escurrían; usando su muñeca izquierda, de un golpe los embarró por su rostro en una sola dirección.
Se levantó, extendió sus brazos para abrazarlo y él le sonrió.
Al estar abrazados, un largo grito amargo se escuchó por todo el parque; ella lo apuñaló 7 veces sin tener piedad de su dolor.
La gente, que parecía haber salido de la nada, gritaba aterrorizada. El cadáver cayó al piso sobre una recién construida cama de sangre y ella lloraba.
Volvió a sentarse y encendió un cigarrillo...



   Foto: Sin título, Mono Fingal (2013)

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